Oh, sabes que no soy aficionado a rezar,
pero si estás ahí arriba, ¡sálvame, Superman!
Homer Simpson
pero si estás ahí arriba, ¡sálvame, Superman!
Homer Simpson
Érase una vez, en la ciudad de Providence, un escritor llamado Howard Phillips Lovecraft cuya enorme maestría para construir relatos de terror le condujo a inventar un libro mágico de malignos poderes llamado Necronomicón.
La verosimilitud con que envolvió cada detalle de este grimorio fue tal
que muchos de sus lectores se preguntaron si no existiría de verdad,
cuando no lo afirmaron categóricamente. Para perpetuar el engaño algunos
artistas decidieron crear su propia réplica de la obra, el Antiquarian Bookman
publicó en una de sus ediciones de 1962 un anuncio de venta de una
copia «algo arañada» del volumen, y no faltaron las bibliotecas
universitarias cuyos registros acabaron conteniendo fichas con ese
título. Aún a día de hoy existen numerosos individuos que defienden que
el origen ficcional del Necronomicón está inspirado en una realidad mucho más aterradora y oscura. Cthulhu los cría y ellos se juntan.
Nada
nuevo. Don Quijote sufría tal atracón de literatura caballeresca que,
víctima de sus alucinaciones, acababa arremetiendo contra molinos que
confundía con gigantes o destrozando a espadazos un teatrillo de
marionetas para salvar a una cristiana pareja de las huestes del rey
Marsilio. Emma Bovary era incapaz de encontrar en su marido Charles el
amor pasional que había leído en tantas novelas románticas y se veía
obligada a buscarlo en los brazos y otros miembros de distintos amantes.
Bastian era un huérfano solitario que buscaba en la lectura de La historia interminable un refugio en el que esconderse de los abusones y acababa descubriendo un mundo, Fantasía, que crecía cuantos más deseos pedía.
El gusto
del ser humano por contar historias es universal. Desde las
rudimentarias narraciones orales de tribus aisladas de cualquier atisbo
de civilización hasta las experiencias multimedia de nuestra sociedad,
la inmensa mayoría de personas ha disfrutado alguna vez de la sensación
de atender un relato y perderse en sus acontecimientos. Nuestro ingenio
ha logrado contener la esencia de los antiguos oradores en formatos
accesibles a nuestros distintos intereses: teatro, literatura, cine,
cómics o videojuegos. Si una historia es buena, encontrará la forma de
llegar hasta nosotros.
Esta
predilección por el relato no es algo casual: nuestro pensamiento nace
de una continua e infatigable construcción de narraciones. Comprendemos
el mundo a nuestro alrededor gracias a que recordamos los
acontecimientos pretéritos, evaluamos e interpretamos los presentes y
planeamos e imaginamos los futuros, y en todas esas acciones estamos contando una historia.
El
estrecho vínculo entre el funcionamiento de nuestro cerebro y su
participación en los relatos ha sido estudiado en investigaciones como
la que Gregory Berns y sus
compañeros llevaron a cabo en 2013. Los científicos analizaron mediante
resonancia magnética funcional los efectos a corto y largo plazo que la
lectura de la novela Pompeya
provocaba en los pacientes. Los resultados mostraron un aumento de la
conectividad neuronal en las áreas asociadas al movimiento y a las
sensaciones físicas, llevando a Berns a la conclusión de que la lectura
puede ponernos en la piel del protagonista no solo en un sentido
figurado, sino también biológico.
Curiosamente, vagamos por un continuum
de alegorías, parábolas, crónicas y fábulas y a pesar de todo, seguimos
teniendo hambre de más. Los creadores de todas esas experiencias
alternativas —escritores, directores de cine, dibujantes de cómic,
guionistas— parecen tener claro el motivo de ese apetito cultural: en
las ficciones vivimos otras vidas y pisamos otros universos que de
cualquier otra forma —por improbables o por imposibles— nunca hubiéramos
visitado. Tan cerca y a la vez tan lejos.
A través del espejo
Cruzar
esa liviana frontera ontológica entre los ámbitos de lo ficcional y de
lo real es un peaje obligatorio para la mayoría de los mortales, pero
existen muchas personas para las que zambullirse en el interior de
cualquier mundo inventado implica traerse de vuelta algo más que esa
simple experiencia. Estos caminantes de ensoñaciones pueden dedicar
fatigosas jornadas a la reflexión sobre el tipo de insecto en que se
convierte Gregor Samsa en La metamorfosis de Kafka y acabar a mamporro limpio por no llegar a un acuerdo. Otros verán la película de Avatar
y decidirán adoptar las costumbres de los Na’vi yéndose a vivir bajo un
árbol. Incluso conoceremos a más de una que tras la lectura de cierta
trilogía ha adoptado nuevos hábitos de alcoba y ha cambiado el pijama de
franela por el corsé. En sus viajes a esos otros lugares, estos hombres
y mujeres recogen ingredientes ficcionales que a su vuelta les sirven
para elaborar el Bálsamo de Fierabrás que cure todos sus males
terrenales. Son verdaderos alquimistas de la irrealidad.
Es el caso de Penny Brown,
una joven australiana que obsesionada desde la adolescencia con el
personaje de Jessica Rabbit decidió transformar su cuerpo para emular a
su adorada pelirroja. Tras dos aumentos de pecho y el uso durante
veintitrés horas al día de un corsé, Penny ha conseguido duplicar el
tamaño de su delantera y reducir su talla de cintura de noventa y seis a
cincuenta y ocho centímetros, pero su trastorno psicológico sigue
intacto. Pese a una reorganización de la posición de sus órganos debido
al corsé extremo y un más que probable dolor de espalda perpetuo, esta
Jessica Rabbit del mundo real planea aumentar aún más su carga
delantera.
Da la
impresión de que los mundos de ficción se resisten a vivir enclaustrados
en las obras que los contienen y necesitan expandirse de cualquier
manera posible en nuestra imaginación y fuera de ella. Unos más y otros
menos, todos hemos añorado a ese personaje a quien hemos acompañado en
sus aventuras o hemos soñado con volver a algún mundo fantástico, pero
en esta suerte de simbiosis ciertos individuos no solo mantienen en su
recuerdo a personajes y lugares tras el The End
sino que crean un espacio de subcultura a su alrededor digno de elogio y
multitud de estudios sociológicos. Organizan parte de su existencia en
torno a dar continuidad dentro de nuestra realidad tangible a los
universos que tan felices les han hecho, y lo consiguen gracias a que la
misma semilla ha germinado en mentes afines. Las fronteras se disuelven
cuando su manga favorito se extiende desde las páginas a los foros de
internet, al fanfiction
—caso paradigmático donde aficionados a una obra reciclan a sus
personajes y acontecimientos en nuevos relatos—, a las obras sobre la
obra, a los animes, a las figuras hechas en resina y cómo no, a las
reuniones en librerías, tiendas especializadas y Salones del Manga donde
lucir el cosplay
en el que se ha trabajado los últimos meses. Comparten con otros su
pasión por ese manga, esas películas o esa serie y con ello extienden un
reino de quimeras a través del fértil terreno de sus relaciones
sociales. Alteran esta vida para sentirse más cómodos en ella.
Cómodos y
protegidos. Los personajes de la historia pasan a ser personas en
nuestro pensamiento y acabamos simpatizando con ellos, odiándolos o
metiéndonos en su piel para experimentar lo que sienten. ¿Cómo es
posible la creación de semejantes vínculos? El truco, como en la magia,
está en lo que no se ve. Cualquier historia es por definición incompleta
y requiere de nuestra imaginación para completarla, lo que acabará
llevando a que todos los personajes y lugares tengan un poco de
nosotros. Esos lugares fantásticos acaban siendo para muchas de esas
personas un oasis de satisfacción dentro de su aburrida rutina y se
acaban sintiendo en ellos como en casa. Se miran en un espejo que
devuelve la imagen de lo que son y de todo lo que pudieron ser. Tal
nivel de intimidad y protección es realmente tentador para aquellos que
como Emma Bovary están descontentos con su tediosa existencia y
prefieren cualquier otra versión idealizada en papel o en película. Pero
ahí está la sabiduría popular para avisarnos de que cualquier cosa en exceso es mala.
Mezclado, no agitado
Y es que fantasear es sano siempre que nuestra capacidad para discernir entre ficción y realidad no esté estropeada.
Los
habitantes del condado de Aurora recordarán durante el resto de sus
vidas la fecha del 20 de julio de 2012, día en que un desequilibrado
asesinó a doce personas e hirió a cincuenta y nueve en el mayor tiroteo
masivo en la historia de los Estados Unidos. Disfrazado con un chaleco
antibalas y una máscara antigás que recordaba al personaje de Bane, James Eagan Holmes irrumpió en una sala de cine durante el estreno de The Dark Knight Rises
y vació sus cargadores ante la estupefacción de unos espectadores que
no tenían claro si aquello formaba parte del espectáculo. Cerrando este
sombrío juego metarrepresentativo, el joven se identificó como «el
Joker» ante los agentes de policía que lo arrestaron.
La extrapolación de este comportamiento al más común de los otakus, cinéfilos o roleros
es un tremendo error. Los aficionados a todo tipo de ficción demuestran
una inagotable capacidad para fantasear con esos lugares y personajes
que contienen sus cómics, libros o películas, pero al fin y al cabo esa
voracidad no implica más que una sana curiosidad y muchas ganas de imaginar
mundos posibles. Si pincháramos sus cerebros y pudiéramos monitorizar
su actividad probablemente veríamos que una red neuronal concreta
trabaja muy por encima del resto y se ilumina como un árbol de navidad
durante gran parte del día. La «red neuronal por defecto» es la
encargada de hacernos fantasear y soñar despiertos y pese a que todos
pasamos gran parte de nuestra vida (consciente) en este estado, el friki
medio apunta a paradigma de usuario asiduo de esta red. Viendo que los
beneficios de evadirse de la realidad pueden ir desde un mayor
desarrollo de la empatía o la memoria hasta estimular la creatividad y
consolidar el aprendizaje, empieza a no parecer de desarraigados
sociales o engendros infantiloides dejar volar la imaginación de vez en
cuando con algún libro o película.
La clave
está en que la mayoría de estas personas son perfectamente conscientes
de la separación que existe entre lo que es ficción y lo que es
realidad. Estudios como el realizado por la psicóloga Jacqueline Woolley
en 2006 concluyen que aprendemos a separar los mundos en que viven
Batman y mamá hacia los cuatro años de edad (un poco más si crecemos en
un ambiente religioso según resultados del grupo de Kathleen Corriveau;
quién nos iba a decir que confundiríamos convertir el agua en vino con
lanzar rayos por los ojos). A partir de entonces, una persona cuerda
disfrutará de una saludable relación con cualquier tipo de ficción y
será plenamente consciente de los límites de esa transacción. ¿En qué
situación se puede detectar que alguien se ha pasado de la raya? En
psicología clínica y psiquiatría es difícil marcar una línea
perfectamente definida a partir de la cual afirmar que una persona tiene
un problema mental. Los extremos sí parecen fáciles de identificar pero
hasta los más cuerdos guardan dentro de sí a un pequeño lunático que
grita por salir: el cero absoluto tampoco existe en la locura.
Ahí está
el bovarismo, por ejemplo, término psicológico inspirado en nuestra
querida Emma Bovary y que define el estado de insatisfacción de una
persona hacia la realidad que le rodea por no cumplir con sus ilusiones y
anhelos. No es extraño encontrarse en la actualidad con muchas personas
que cumplen con este perfil, individuos que viven rodeados de una
sobresaturación de ideales que les hace chocar una y otra vez contra una
realidad que les deprime. Se trata de un entorno tan hostil que
evadirse de él mediante libros, cómics, películas o series se está
convirtiendo en el remedio de la sociedad moderna. Y donde hay una
práctica extendida, aparecen los exploradores de sus límites. Son
nuestros modernos Quijotes.
Sucesos
como la matanza de Aurora traen consigo la eterna controversia sobre la
violencia asociada a una película, un videojuego o incluso un libro
(véase el asesinato de John Lennon y su relación con El guardián entre el centeno).
El miedo a que un videojuego violento pueda convertir a cualquier
persona en un criminal en potencia se transmite hasta la saciedad en los
medios cuando en casos como el de Adam Lanza, causante de la matanza de la Escuela Primaria de Sandy Hook, la policía descubre en su casa videojuegos como el Grand Theft Auto o el Call of Duty.
(Curiosamente, la investigación posterior permitió comprobar que el
videojuego al que Lanza dedicó más tiempo durante los días anteriores al
tiroteo fue el Dance Revolution).
Lo más sensato sería pensar que ni películas ni videojuegos están en el
origen de la violencia, pero sí que son un factor que contribuye a que
se desencadene en sujetos predispuestos a este tipo de comportamiento.
Y es que
la obsesión por los libros no fue la causa de la locura de Alonso
Quijano, sino una consecuencia de un cerebro ya perturbado. Si en la
actualidad nuestro ingenioso hidalgo hubiera tenido una mente sana y
simplemente se hubiera atiborrado de libros de caballería, estaríamos
frente a un tipo extravagante que disfrutaría de soñar despierto y que
solo sacaría sus armas «tomadas de orín y llenas de moho» para
lucirlas en alguna sesión de rol en vivo donde dar rienda suelta a sus
deseos de convertirse en caballero andante. Pero Quijote estaba como un
cencerro. Dentro de los muchos análisis que se han hecho de la obra no
han faltado los que distintos psiquiatras han elaborado sobre su
comportamiento y casi todos han llegado a conclusiones parecidas:
trastorno bipolar con los consecuentes periodos depresivos, delirios y
alucinaciones que le hacían confundir ficción y realidad. Pongan todos
esos síntomas y muchos otros en la batidora de cualquier cerebro y tras
un par de minutos de mezcla obtendrán casos como el de Aurora. De la
misma forma que con el personaje de Cervantes, esas conductas no son
provocadas por un exceso de ficción, sino por problemas que ya estaban
ahí y para los que cómics, películas o libros no han sido más que meros
catalizadores.
Al
final, ¿qué es la vida sino un conjunto de ficciones que creamos
respecto a todo lo que nos rodea? Una persona, un lugar, una situación.
Nunca conoceremos todos los detalles de una experiencia y nuestra
imaginación será la encargada de rellenar esos espacios de
indeterminación. Nuestras fantasías se dan de la mano a diario con los
acontecimientos reales para crear mundos posibles que tal vez serán o
tal vez no. Visto así, seamos libres para soñar despiertos en lo que más
nos apetezca siempre que seamos conscientes de las fronteras que
cruzamos. Bilbo siempre decía: «no dejéis que vuestras cabezas se
vuelvan más grandes que vuestros sombreros». Confiemos en la palabra de
un Bolsón.
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