Hay políticos que dejan legados, otros que otorgan herencias y otros que siembran bombas de efecto retardado. En este último apartado hay un nombre de postín: José María Aznar. Sus autopistas de peaje respondían allá por los años noventa a sus delirios de grandeza de una España que iba más que bien. Su Gobierno consideró que la construcción de autopistas de peaje modernizaría a este país y dieron concesiones de construcción a las grandes firmas: Abertis, ACS y Sacyr, entre otras. Y en ese delirio se hicieron cálculos faraónicos de tráfico mientras se minimizaba el coste de las expropiaciones de terrenos. El entonces ministro de Fomento, Francisco Álvarez-Cascos, calculó un tráfico diario de 100.000 vehículos en la R-2. Ni en sus mejores momentos ha registrado más de 15.000. Ello demuestra, como argumenta el economista Carlos Sebastián, que esta vía nueva, como las demás, no era necesaria.
Nueve autopistas de peaje quebraron. Seis son radiales de Madrid (como la R-2). Las otras tres, el tramo Ocaña-La Roda, la circunvalación de Alicante y Cartagena-Vera. Por ley, el Estado ha debido hacerse cargo de ellas y el sector de la construcción considera que este deberá pagar mucho más de 2.500 millones de euros antes de ponerlas de nuevo en manos privadas. Un jugadón, vaya, jalonado de mentiras que no resisten el paso del tiempo.
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Por cierto, lo de la ganancia de 34,3 millones de euros es un cálculo oficial; una hipótesis. Visto lo visto, su fiabilidad es más que cuestionable. Aznar no es el único optimista ni el único que sabe sembrar bombas de efecto retardado.
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